Impregnada en la piel del aroma de los bosques, mirando hacia arriba, hacia las copas de los árboles añejos, buscando algún aguilucho para completar el cuadro agreste en su cabeza.
El aire fresco le rozaba el rostro, acariciándole levemente las mejillas.
Respiró hondo tratando de recolectar todo el aire puro que pudieran tomar sus pulmones ávidos de una naturaleza auténtica.
Estaba recostada sobre la tierra, con los brazos y las piernas estiradas, inmóvil, viviendo la experiencia de las percepciones mínimas.
Quería registrar cada detalle, desde el ruido de las hojas movidas por el viento, hasta el andar tenaz de la hormiga, cargada con el tesoro que será su alimento en el invierno.
Pensaba que si se movía, aunque sea un centímetro, estropearía la perfección de ese momento, y sólo se limitaba a respirar, y a dirigir la mirada hacia los detalles de tanta belleza.
Así, se detuvo en la corteza de un pino, en una piña recién caída del árbol, en el movimiento del suelo, provocado por seres invisibles, escondidos de la vista humana.
Los sonidos, perfectos, le susurraban al oído cantares ancestrales, y secretos cifrados, develados en los cantos de los pájaros, y en el sonido de las hojas que dibujan su sabiduría al ser estimuladas por la brisa, curiosa de saberes.
Podía quedarse así hasta la eternidad si se lo proponía, hasta pensó en quedarse toda la noche en ese bosque, para experimentarla en un ámbito diferente al civilizado, distinto al que estaba acostumbrada.
Sí, quería una noche salvaje y muy distinta a las noches vividas hasta ese momento, llena de alarmas y luces artificiales.
Era más fuerte que ella, ahora, el deseo de quedarse allí, sin moverse, sin emitir sonidos, sólo yacer en suelo y ser parte de la naturaleza.
De pronto, una voz amada pronuncia su nombre interrumpiendo la magia de la soledad.
Alguien la llama amorosamente invitándola a compartir otro momento, otro lugar.
Y ahí, en ese momento, se dió cuenta, por primera vez, de las múltiples formas que tiene la felicidad.
El aire fresco le rozaba el rostro, acariciándole levemente las mejillas.
Respiró hondo tratando de recolectar todo el aire puro que pudieran tomar sus pulmones ávidos de una naturaleza auténtica.
Estaba recostada sobre la tierra, con los brazos y las piernas estiradas, inmóvil, viviendo la experiencia de las percepciones mínimas.
Quería registrar cada detalle, desde el ruido de las hojas movidas por el viento, hasta el andar tenaz de la hormiga, cargada con el tesoro que será su alimento en el invierno.
Pensaba que si se movía, aunque sea un centímetro, estropearía la perfección de ese momento, y sólo se limitaba a respirar, y a dirigir la mirada hacia los detalles de tanta belleza.
Así, se detuvo en la corteza de un pino, en una piña recién caída del árbol, en el movimiento del suelo, provocado por seres invisibles, escondidos de la vista humana.
Los sonidos, perfectos, le susurraban al oído cantares ancestrales, y secretos cifrados, develados en los cantos de los pájaros, y en el sonido de las hojas que dibujan su sabiduría al ser estimuladas por la brisa, curiosa de saberes.
Podía quedarse así hasta la eternidad si se lo proponía, hasta pensó en quedarse toda la noche en ese bosque, para experimentarla en un ámbito diferente al civilizado, distinto al que estaba acostumbrada.
Sí, quería una noche salvaje y muy distinta a las noches vividas hasta ese momento, llena de alarmas y luces artificiales.
Era más fuerte que ella, ahora, el deseo de quedarse allí, sin moverse, sin emitir sonidos, sólo yacer en suelo y ser parte de la naturaleza.
De pronto, una voz amada pronuncia su nombre interrumpiendo la magia de la soledad.
Alguien la llama amorosamente invitándola a compartir otro momento, otro lugar.
Y ahí, en ese momento, se dió cuenta, por primera vez, de las múltiples formas que tiene la felicidad.
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